lechuza
 

lechuzas y mochuelos en la lengua española del siglo XVIII

«Con Rey amigo de nuevas, Los aduladores falsos ¿Qué mucho que echen por tierra El edificio mas alto? De la privanza al cuchillo Hay tan pequeño espacio, Que ayer grandes me seguian, Hoy va un verdugo á mi lado. El privado es como el buho De lindos ojos y claros, Que las aves envidiosas No paran hasta sacarlos. Mas ¡ay de mí! no es tiempo este Para andar filosofando; ¡No valen aquí disculpas De pensamientos honrados! Mejor será, Dios piadoso, Que me consuma llorando El poco lugar que queda Desde este hasta el cadahalso. Esto dijo, y dió á la mula Con los piés aprisionados, Y vió desde allí á dos horas Nuevo mundo y nuevos casos.» Romances de Don Alvaro de Luna, Romancero general II (1713-1851)

«Lechuza. s.f. Ave especie de buho. Tiene la cabeza muy grande según la proporción de su cuerpo, y de diferente figura que las otras aves. El pico es semejante al del gavilán, las uñas ásperas y corvas, y los ojos zarcos. Deleitase mucho de oir las voces humanas: persigue a los ratones, lagartijas y otras sabandijas. Caza siempre al anochecer y al amanecer, y anda toda la noche, sin que la oscuridad le impida la vista. Persíguenla otras aves, y sólo el Azor la defiende. Díjose cuasi Lecytusa del nombre griego Lecytus, que significa Aceitera, porque se bebe el aceite de las lámparas. Lat. Nycticorax. Noctua. Diego de Funes, Historia natural de aves y animales,. libro I, cap. 16: concordando Plinio con Aristóteles, dice que la Lechuza es menor que el Assion, y mayor que el Mochuelo, y la más pequeña de todas las aves nocturnas. Alfonso Martínez de Espinar, Arte de Ballestería, libro 3, cap. 35: la Lechuza es especie de Buho, y es parecida a él en todas las partes del cuerpo. || En la Germanía significa el ladrón que hurta de noche. Juan Hidalgo en su Vocabulario.» Diccionario de la lengua castellana [de Autoridades] Madrid 1734, tomo 4 , página 376

«Y así el refitolero como el sacristán, le acusaron al maestro de novicios que, cuando fray Gerundio asistía al refectorio o ayudaba a las misas, se acababa el vino de éstas a la mitad de la mañana, y a un volver de cabeza se hallaban vacíos uno o dos jesuses de los que juraría a Dios y a una cruz que ya había llenado; y aunque nunca le habían cogido con el hurto en las manos, pero que por el hilo se sacaba el ovillo, y que en Dios y en su conciencia no podía ser otra la lechuza que chupaba el aceite de aquellas lámparas.» José Francisco de Isla, Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas alias Zotes (1758)

«Uno de los principales obstáculos que tiene el arte cómica en España para decorar y servir decentemente la escena, son los ensayos en que se ejercitan los comediantes: del propio modo ensayan el entremés del pleito del mochuelo que la comedia del Cid o la del maestro de Alejandro; hablo por experiencia y no se ha de creer que hablo de memoria: he asistido a los ensayos en pieza que yo les di, grave, majestuosa y llena de movimiento y ardor, y hacían los papeles con tal aridez y sequedad que a no haberme valido de la prudencia los hubiera echado en hora mala.» Francisco Mariano Nipho, Idea política y cristiana para reformar el actual teatro de España (1769)

«Fábula IX. El ruiseñor y el mochuelo una noche de Mayo, Dentro de un bosque espeso, Donde, según reinaba La triste oscuridad con el silencio, Parece que tenía Su habitación Morfeo; Cuando todo viviente Disfrutaba de dulce y blando sueño, Pendiente de una rama Un Ruiseñor parlero Empezó con sus ayes A publicar sus dolorosos celos. Después de mil querellas, Que llegaron al cielo, A cantar empezaba La antigua historia del infiel Teseo Cuando, sin saber cómo, Un cazador mochuelo Al músico arrebata Entre las corvas uñas prisionero. Jamás Pan con la flauta Igualó sus gorjeos, Ni resonó tan grata La dulce lira del divino Orfeo; No obstante, cuando daba Sus últimos lamentos, Los vecinos del bosque Aplaudían su muerte; yo lo creo. Si con sus serenatas El mismo Farinelo Viniese a despertarme Mientras que yo dormía en blando lecho, En lugar de los bravos, Diría: Caballero, ¡Que no viniese ahora Para tal ruiseñor algún mochuelo! Clori tiene mil gracias, ¿Y qué logra con eso? Hacerse fastidiosa Por no querer usarlas a su tiempo.» Félix María de Samaniego, Fábulas (1781-1784)

«XXII. La lechuza. Atreverse a los autores muertos, y no a los vivos, no sólo es cobardía, sino traición. Cobardes son y traidores ciertos críticos que esperan, para impugnar, a que mueran los infelices autores, porque, vivos, respondieran. Un breve caso a este intento contaba una abuela mía. Diz que un día en un convento entró una lechuza... Miento, que no debió ser un día. Fue, sin duda, estando el sol ya muy lejos del ocaso... Ella, en fin, se encontró al paso una lámpara o farol (que es lo mismo para el caso); y volviendo la trasera, exclamó de esta manera: "Lámpara, ¡con qué deleite te chupara yo el aceite, si tu luz no me ofendiera! Mas ya que ahora no puedo, porque estás bien atizada, si otra vez te hallo apagada, sabré, perdiéndote el miedo, darme una buena panzada."
LXI. El sapo y el mochuelo. Hay pocos que den sus obras a luz con aquella desconfianza y temor que debe tener todo escritor sensato. Escondido en el tronco de un árbol estaba un mochuelo, y pasando no lejos un sapo, le vio medio cuerpo. «¡Ah de arriba, señor solitario! –dijo el tal escuerzo–. Saque usted la cabeza y veamos si es bonito o feo.» «No presumo de mozo gallardo –respondió el de adentro–, y aun por eso a salir a lo claro apenas me atrevo!; pero usted, que de día su garbo nos viene luciendo, ¿no estuviera mejor agachado en otro agujero.» ¡Oh, qué pocos autores tomamos este buen consejo! Siempre damos a luz, aunque malo, cuanto componemos, y tal vez fuera bien sepultarlo. Pero ¡ay, compañeros!: más queremos ser públicos sapos que ocultos mochuelos.» Tomás de Iriarte, Fábulas literarias (1782)

«—De hecho, prueba su juicio que no entiende vmd. de elocuencia de púlpito; porque si no, de otra manera hablara de mi sermón. –Puede ser que me suceda lo que a la lechuza, que se queja de no ver de día porque la luz la ciega. –Algo me temo que ha de haber de eso; y así queden vmds. con Dios, porque debo retirarme a repasar mi sermón. [...] Poco tardó a dejarse ver él mismo en la boca de la gruta. Su rostro, aunque blanco, manifestaba en sus cóncavas mejillas y sobresalientes mandíbulas la enjuta austeridad que consigo usaba. Sus ojos parecían de mochuelo, encendidos del furor de su adivinación, y la nariz afilada y aguileña le caía sobre la barba, órgano de sus oráculos embusteros; el corto pelo parecía erizársele sobre la cabeza y la barba que llevaba crecida, le daba toda la semejanza de un sacerdote de Ammón o de un busto de Esculapio, puesto por insignia de un boticario: su corta y raída sotana dejaba ver sus piernas y pies descalzos, a pesar del frío que hacia en aquel sitio. ¿Pero qué nos obliga a sufrir a los hombres la hipocresía y el fanatismo?» Pedro Montengón, Eusebio (1786)

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